Edgardo
Rafael Malaspina Guerra (Universidad Rómulo Gallegos, Venezuela)
Se
dice que el cerebro humano se desarrolló cuando empezamos a consumir proteína
animal; entonces, vegetarianos y veganos pudieran estar contrariando a la
naturaleza misma, aunque estoy convencido de que existen poderosas razones
filosóficas y científicas para estar de acuerdo con sus posiciones. El respeto
absoluto hacia el reino animal pudiera darse en un mundo con grandes
transvaloraciones rayanas en lo nietzscheano, con cambios transcendentales de
la agricultura para masivamente acceder a las proteínas vegetales. Pero eso
sería insuficiente: los cambios tendrían que ser también gastronómicos y en
general culturales para que dejemos de
comer carne, botemos nuestras chaquetas, carteras y correas de cuero; no
asistamos al circo, a las galleras, las
corridas y a los toros coleados.
Por
otro lado, cabe destacar que todos los adelantos farmacológicos que han
permitido vencer muchas enfermedades se los debemos a los animales. Desde que
Claude Bernard fundó la Medicina Experimental (Fisiopatología) ningún
medicamento va a los humanos sin haber sido probado en animales. El maltrato al
animal de laboratorio, que algunos dicen se fundamenta en el error de
Descartes, quien consideró que no sentían dolor, ha sido tema sobre el cual se
ha legislado, gracias a las organizaciones defensoras de los animales. Por lo
visto, no podemos desprendernos de la gran ayuda que nos prestan los animales,
por eso lo que procede es establecer reglas claras, humanas y éticas, para
obtener esa ayuda.
Hablemos
ahora del genoma humano y el de seis mamíferos: el chimpancé, el perro, la
vaca, el gato el ratón y la rata. Las
coincidencias en el material genético de nosotros con el de esos animales son tantas que no hay dudas en
que tenemos un ancestro común. El aspecto físico y la conducta corroboran que
los animales son nuestros familiares lejanos. No hay que ser muy listo para
entenderlo. La ciencia no hace más que comprobar lo que el hombre primitivo
supo instintivamente. Los fabulistas antiguos
sospecharon algo. Hay gente graciosa como los monos ,obediente como los
perros, sigilosos como los gatos, bondadosas como las vacas; y, por supuesto,
las hay también de proceder execrablemente ratonil y que llevan la impronta
genética de las ratas y actúan como tales. Estos dos últimos especímenes debemos aceptarlos también como nuestros
hermanos aunque sea con un pañuelo en la nariz. Los hindúes ya lo hacen desde
siglos: en el templo Karni Mata las ratas y ratones deambulan libremente entre
bebederos, comederos y creyentes.
En
fin, los animales son nuestros hermanos menores, como dijo un filósofo ruso.
Sobran razones religiosa (Dios nos creó a todos) y científicas (teoría de la
evolución, genomas, etc.) para no dudar de esa tesis.
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